Las obras, frutos de la vida divina

“Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10).

Si algo pudiese aumentar el valor de esta amorosa exhortación, sería el hecho de que la hallamos al final de la Epístola a los Gálatas. A lo largo de esta notable Epístola, el inspirado apóstol corta de raíz todo el sistema de justicia legal. Demuestra, de manera irrefutable, que ningún hombre puede ser justificado a los ojos de Dios por las obras de la ley, cualquiera sea su naturaleza, ya morales, ya ceremoniales.

El apóstol declara que los creyentes no están en ninguna forma bajo la ley, ni para tener la vida, ni para ser justificados, ni para su andar práctico. Si nos colocamos bajo la ley, la consecuencia de ello es que debemos renunciar a Cristo, al Espíritu Santo, a la fe, a las promesas. En resumidas cuentas, si, de la forma que fuere, nos emplazamos sobre un terreno legal, debemos abandonar el cristianismo, y nos hallamos todavía bajo la maldición de la ley.

Ahora bien, no vamos a citar los pasajes ni a tocar este lado del tema en esta ocasión. Simplemente llamamos la seria atención del lector cristiano respecto de las palabras de oro del versículo que hemos citado al comienzo de este escrito, las cuales sentimos que resaltan con incomparable belleza y con un poder moral particular al final de esta epístola a los Gálatas, en la cual toda la justicia humana es enteramente hecha trizas y arrojada por la borda.

Es siempre necesario considerar los dos lados de un tema. Todos nosotros somos tan terriblemente propensos a no ver sino un solo lado de las cosas, que nos resulta moralmente saludable que nuestros corazones sean puestos bajo la plena acción de toda la verdad. ¡Ay, es posible abusar de la gracia!, y a veces podemos olvidar que, si bien delante de Dios somos justificados por la fe sola, una fe real debe manifestarse por las obras.

Tengamos en cuenta que si bien la Escritura denuncia las obras de la ley y las reduce a añicos de la manera más absoluta, ella, en cambio, insiste de manera cuidadosa y diligente, en numerosos pasajes, en las obras de la fe, fruto de la vida divina.

Sí, querido lector, debemos dirigir seriamente nuestra atención a esto. Si profesamos poseer la vida divina, esta vida debe manifestarse de una manera más tangible y eficaz que las meras palabras o que una mera profesión de labios hueca. Es perfectamente cierto que la ley no puede dar la vida y que, por consecuencia, es aún más incapaz de producir obras de vida. Ni un solo fruto de vida fue, ni será, jamás recogido del árbol del legalismo. La ley sólo puede producir obras muertas, respecto de las cuales debemos tener la conciencia purificada, al igual que de las malas obras.

Todo esto es muy cierto. Las santas Escrituras lo demuestran a lo largo de sus inspiradas páginas, y no nos dejan ninguna duda respecto de este tema. Pero lo que ellas demandan es que haya obras de vida, obras de fe, en cuyo defecto es menester concluir que la vida está ausente. ¿Qué valor tiene el hecho de profesar que se tiene vida eterna, de hablar bellamente acerca de la fe, de defender las doctrinas de la gracia, si al mismo tiempo toda la vida práctica se encuentra caracterizada por el egoísmo bajo todas sus formas?

El apóstol Juan dice: “El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1.ª Juan 3:17). El apóstol Santiago dirige también a nuestros corazones una muy seria y saludable cuestión: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:14-17).

El autor de la epístola insiste en ella sobre las obras de vida, frutos de la fe, de una manera tal que debería hablar de la forma más solemne y eficaz a nuestros corazones. Es espantoso ver entre nosotros tanta profesión hueca, tantas palabras superfluas, sin poder y sin valor.

El Evangelio que poseemos —¡a Dios gracias!— es maravillosamente claro. Comprendemos claramente que la salvación es por gracia, por medio de la fe, y no por obras de justicia o de la ley. ¡Oh, qué bendita verdad, y nuestros corazones alaban a Dios por ello! Pero una vez que somos salvos, ¿no deberíamos vivir como tales? La vida nueva, ¿no debería manifestarse por los frutos? Si ella está allí, la vida debe manifestarse; y si ella no se manifiesta, ¿podríamos decir que está allí?

Observemos lo que dice el apóstol Pablo: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). Aquí tenemos, por así decirlo, lo que podemos llamar el lado superior de esta gran cuestión práctica. Luego, en el versículo siguiente, viene el otro lado, el que todo cristiano serio y sincero será dichoso de considerar: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (v. 10).

Tenemos aquí plena y claramente ante nosotros el tema entero. Dios nos ha creado para andar en un camino de buenas obras, y ese camino de buenas obras ha sido preparado por Él para que nosotros andemos en ellas. Todo es de Dios, desde el comienzo hasta el fin; todo es por gracia y todo es por fe. ¡Loado sea Dios porque que ello sea así! Pero recordemos que es absolutamente vano disertar acerca de la gracia, de la fe y de la vida eterna, si las «buenas obras» no se manifiestan. De nada aprovecha que nos jactemos de grandes verdades, de nuestro profundo, variado y extenso conocimiento de las Escrituras, de nuestra correcta posición, de habernos separado de esto y de aquello, si nuestros pies no marchan en el sendero de las “buenas obras que Dios preparó de antemano” para nosotros.

Dios reclama la realidad. No se contenta con bellas palabras que hablan de una elevada profesión. Nos dice: “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1.ª Juan 3:18). Él —¡bendito sea su Nombre!—, no nos amó “de palabra ni de lengua”, sino “de hecho y en verdad”; y espera de nosotros una respuesta clara, plena y precisa; una respuesta manifestada en una vida de buenas obras, que produce dulces frutos, según lo que está escrito: “llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Filipenses 1:11).

Amados, ¿no creéis que nuestro supremo deber sea aplicar nuestro corazón a este importante tema? ¿No debiéramos aplicarnos diligentemente a estimularnos al amor y a las buenas obras? Y ¿cómo puede ser esto más efectivamente llevado a cabo? ¿Acaso no es andando nosotros mismos en amor, transitando fielmente el sendero de las buenas obras en nuestra vida personal? En lo que respecta a nosotros, estamos hartos de discursos huecos, de una profesión sin obras. Tener elevadas verdades en los labios y una vida cotidiana de una baja condición práctica, constituye uno de los más alarmantes y escandalosos males de nuestro tiempo presente. Hablamos de la gracia, pero faltamos en la justicia práctica; faltamos en los más simples deberes morales de nuestra vida privada de cada día. Nos jactamos de nuestra posición privilegiada, mientras que somos deplorablemente relajados y flojos con nuestra condición y con nuestro estado.

¡Quiera el Señor, en su infinita bondad, avivar el fuego de nuestros corazones para procurar buenas obras con un celo más profundo, de modo que adornemos más y mejor la doctrina de Dios nuestro Salvador en todas las cosas (Tito 2:10)!

P.S.— Es muy interesante e instructivo comparar la enseñanza relativa a “las obras”, según Pablo y según Santiago, ambos divinamente inspirados. Pablo repudia enteramente las obras de ley. Santiago, en cambio, insiste celosamente en las obras de fe. Cuando este hecho es entendido, toda dificultad se desvanece, y vemos brillar claramente la divina armonía de la Escritura. Muchos no lograron comprenderlo, y se han visto así muy perplejos por la aparente contradicción entre Romanos 4:5 y Santiago 2:24. Huelga decir que tenemos allí la más bella y perfecta armonía. Cuando Pablo declara: “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”, él se refiere a las obras de la ley. Cuando Santiago dice: “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe”, él se refiere a las obras de vida, de fe.

Esto se halla ampliamente confirmado por los dos ejemplos que da Santiago para probar su punto: el de Abraham que ofrece a su hijo, y el de Rahab que esconde a los espías. Si sustraemos la fe de estos dos casos, ambos serían obras malas. Si, por el contrario, los consideramos como el fruto de la fe, ellos manifiestan la vida.

¡Cuánto brilla la sabiduría infinita del Espíritu Santo en todos estos pasajes! Él vio de antemano el uso que se haría de ellos. Entonces, en vez de elegir obras buenas de forma abstracta, elige, sobre un período de cuatro mil años, dos obras que habrían sido malas si no hubiesen sido el fruto de la fe.

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