Los denominados «Padres Apostólicos» acerca de la segunda venida del Señor

Una breve examinación será suficiente para probar el valor de estos escasos restos de antigüedades cristianas a fin de comprobar la veracidad de lo que proponen. Lo asombroso es que cualquier persona de discernimiento espiritual que los haya leído con cuidado, los estimará de mínimo valor, especialmente en lo que respecta a la Segunda Venida. Es realmente penoso el interés en ellos, teniendo en cuenta que estos escritos constituyen un testimonio del rápido apartamiento y de la profunda caída de la enseñanza apostólica.

¿Puede algo ser más evidente o sorprendente que la inconmensurable distancia que separa los más antiguos escritos respecto de las Escrituras? Los mismos Apócrifos del Antiguo Testamento —meros productos literarios humanos— no difirieron tanto de las Escrituras hebreas del Antiguo Testamento, como lo hicieron, en cambio, Bernabé, Clemente de Roma y Hermas, de los apóstoles Pablo, Pedro y Juan.

Y, sin embargo, desde antiguo estas producciones literarias primitivas, eran leídas en las congregaciones cristianas ¡como si fuesen Escrituras! Clemente de Alejandría cita incluso a la más heterodoxa e insensata de las tres como Escritura también. Incluso el uncial Sinaítico tiene como apéndice del Nuevo Testamento, a Bernabé y a Hermas. Y el uncial Alejandrino tiene anexado a Clemente de Roma. Pero cuando uno lee estas obras humanas, así como toda otra obra literaria antigua, encuentra un agudo contraste en dignidad, santidad, amor y autoridad con las inspiradas Epístolas. Estas reliquias antiguas no son más que la palabra del hombre, que evidencian no sólo debilidad, sino que son trampas para la fe.

Si hombres capaces las han puesto sobre las nubes, ello tan sólo demuestra que la tradición tiene el poder de enceguecer a los hombres, y de que no todos tienen fe. Sin embargo, un hombre piadoso de nuestros días se atreve a decir: «Gracias a la providencia de Dios poseemos estos escritos antiguos.» Una infatuación como ésta de parte de un clérigo evangélico sólo puede atribuirse a su apasionado celo por la esperanza judía en contra de la esperanza cristiana. Toda forma de judaización tiende siempre a contiendas y amarguras. ¡Qué cosa extraña que alguien se dirija primero a la «Didaché» o «Enseñanza de los doce Apóstoles»!

De ella se halla la editio princeps (primera edición) de Bryennios (Constantinopla, 1883), la de Hitchcock y Brown (New York, 1884), además de la de H. de Roumestin (Parker and Co., Oxford y Londres, 1884), y el pequeño volumen del Dr. C. Bigg con al menos igual discernimiento críticamente como cualquier otro. El título más completo es bastante más temerario: «La enseñanza del Señor a los gentiles por medio de los doce apóstoles.» Se trata de una magra compilación que comienza con los dos caminos, el de la vida y el de la muerte, que ocupa seis capítulos, casi la mitad del pequeño tratado, sin mencionar una sola palabra que muestre cómo se comunica la vida o cómo los pecados son perdonados.

Luego sigue un absurdo capítulo acerca del bautismo, que prescribe un ayuno precedente; y otro capítulo sobre el ayuno en general. La gran diferencia con «los hipócritas» parece ser que ellos ayunan el segundo y el quinto día de la semana, mientras que el ayuno correcto es en el cuarto y sexto (o preparación). Tampoco deben orar como «los hipócritas», sino como lo mandó el Señor, ¡y tres veces por día! Si hacemos una recorrida por una parte del capítulo nueve acerca de la Eucaristía, leemos: «Como este fragmento [de pan] estaba disperso sobre los montes, y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino.» ¿Puede haber un pensamiento más pobre?

El hecho notable es que los doce apóstoles son presentados como si olvidasen la suprema importancia de la muerte de Cristo, tanto en el bautismo como en la Cena del Señor. Por otro lado, el nombre de David aparece extrañamente en los capítulos 9* y 10 donde hallamos «los cuatro vientos». Después de tantas palabras extravagantes en los capítulos 11 a 13, en el capítulo 14 aparece la cita de Malaquías 1:10 y 14, totalmente pervertida, tal como los católicos pervierten tan notoriamente la misa. Es la vieja incredulidad de sustituir a la Iglesia por Israel. ¿Acaso nuestro hermano se figura que de oriente a occidente el nombre de Jehová es aún grande entre las naciones, o acaso eso no será posible sino hasta que el Señor vuelva en gloria? ¿No está él tan seguro como aquellos a quienes insensatamente atribuye la «teoría moderna» de que sólo entonces, y nunca antes, “en todo lugar se ofrecerá incienso a mi nombre, y oblación pura será presentada, porque grande será mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos” (Malaquías 4:11, versión del autor)?

Por eso ningún apóstol aplicó jamás esta predicción al cristianismo en el Nuevo Testamento. Es sólo la falsa interpretación de la espuria Didaché; porque los doce apóstoles verdaderos nunca realmente aprobaron tal cosa. Pero ello convenía al orgullo y a la ignorancia de la iglesia Católica, incluso antes del papado. Matthew Henry quizás sabiamente pasa por alto el versículo, porque los no conformistas prestan escasa atención a la profecía; pero W. Lowth, T. Scott y tal vez todos los demás comentaristas siguen temerariamente el antiguo error en forma unánime.

El difunto Dr. Pusey naturalmente hizo esfuerzos por demostrarlo, considerando sólo a los judíos del pasado y del presente. Pero su argumento se cae por sí solo; porque el profeta no habla de ninguna «nueva revelación de Él mismo», sino más bien de la antigua promesa que será cumplida en gracia y en poder, no sólo para los judíos, sino también entre las naciones, cuando Jehová reine sobre toda la tierra, el solo Jehová y su nombre será uno en aquel día. No hay excusa alguna para entender mal este brillante porvenir, aún futuro, dentro de la verdaderamente nueva y más profunda revelación de Su nombre como Padre, que el Señor Jesús dio a conocer (Juan 4:21-23) para la hora que “ahora es”, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad.

Pero remitámonos al último capítulo de la «Didaché» (capítulo 16), «aún más relevante», según se dice. Sin duda que Mateo 24, en ese lugar, aparece mezclado con otros pasajes bíblicos que hablan de la venida del Señor, ya visible o invisible para la humanidad. «Entonces aparecerán las señales de la verdad» (¡!). «Primeramente la señal de una abertura en el cielo, después la señal del sonido (o voz) de trompeta; y, en tercer lugar, la resurrección de los muertos; pero no de todos, sino, como está dicho: ‘Vendrá el Señor, y todos los santos con él.’»

Ahora bien, Mateo 24:30 habla, no de la señal de la aparición de «una abertura en el cielo», sino del Hijo del Hombre en el cielo como señal de Su venida a la tierra, lo que hace que todas las tribus de la tierra (o del país) se lamenten. Pero incluso la «Didaché» cita Zacarías 14:5 respecto de todos los santos que vienen con Él en este mismo tiempo. Ahora bien, ésta es nuestra tesis, y necesariamente implica la previa transformación de los santos a fin de venir como conviene a Su aparición en gloria. La misión de Sus ángeles (en el v. 31) con un gran sonido de trompeta no puede ser para reunir a Él a aquellos santos glorificados, todos los cuales vienen con Él, sino para el subsiguiente acto de reunir —después de Su aparición— a los elegidos de Israel de los cuatro vientos, los que hasta entonces se hallan dispersos por toda la tierra. No hay traza alguna aquí de “la final trompeta”, cuando los santos muertos resucitarán y serán transformados, a fin de venir con Él a su debido tiempo para reunir a los elegidos de Israel al gran Rey en Sion.

Pues nosotros deberemos haber sido arrebatados antes, para que cuando Él sea manifestado en gloria, nosotros también seamos entonces manifestados junto con Él en gloria. No hay ningún arrebatamiento en Mateo 24. Tampoco este pasaje habla de la tercera señal de la resurrección de los santos muertos. A la verdad, ningún pasaje de la Escritura se refiere a esto como «una señal». Ellas son suscitadas con el objeto de aparecer con Él cuando Él aparezca “y el mundo vea al Señor viniendo en las nubes del cielo”.

Si se argumentase que Apocalipsis 20:4 habla de la Primera Resurrección (después de la aparición del Señor en gloria, del juicio de la bestia y del falso profeta con los reyes de la tierra y de sus ejércitos, y después también de que Satanás haya sido atado), no sólo ello se admite, sino que además se insiste en su importancia. Puesto que demuestra que existen etapas en esa resurrección, al igual que en la presencia de Cristo. De ese versículo aprendemos que la compañía general de los santos glorificados (todos los santos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, hasta que Cristo venga por ellos) componen a aquellos que emergen del cielo como los seguidores del Cordero.

Ellos ahora son vistos sentados sobre tronos, y habiéndoseles dado el juicio; luego suceden dos clases especiales de santos, que sufrieron el martirio en el primero y en el último períodos de la crisis del Apocalipsis, los que, en su condición fuera del cuerpo, vuelven a vivir, a fin de reinar con Cristo por mil años, al igual que la compañía general que ya había sido entronizada. Todos estos constituyen la Primera Resurrección. Es falso, y totalmente contradictorio con este pasaje, que los que padecen los dolores del Apocalipsis resucitan simultáneamente con la primera compañía.

¿Es demasiado decir respecto de la verdad aquí revelada que tanto la Didaché como los cristianos en su extensión, se hallan todavía en absoluta ignorancia? ¿Cómo no podría creerse esto, si el Apocalipsis lo deja ver en los más claros términos? Estos viejos escritos son muy defectuosos y, por su ignorancia de las Escrituras, a menudo son contrarios a la verdad; y lo mismo podemos decir de los escritos modernos. La Escritura sola es la norma, y el cristiano no es dejado sin una Guía divina que more en él para guiarlo a toda verdad. Creamos toda la Palabra de Dios, y no aceptemos una parte de ella mientras omitimos otra.

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