¿Libre albedrío o “no depende del que quiere”?

La pregunta que planteo es muy importante para definir qué creemos del pecado, de la gracia soberana de Dios y de la responsabilidad del hombre. ¿Enseña la Biblia que el hombre tiene un «libre albedrío»? ¿O más bien enseña que está muerto en delitos y pecados, necesitando que la gracia soberana le de vida?

¿Qué es el «libre albedrío»? Muchos, aparte de la Filosofía, enseñan la doctrina del «libre albedrío», esto es, una supuesta capacidad del hombre natural de no estar enteramente perdido, sino de poder (y querer, por cierto) arrepentirse y creer a Dios. Se dice que el hombre cuenta con la capacidad moral de tomar decisiones agradables a Dios y de hacer la elección de dirigir su alma a Dios en obediencia a Él, y que estas decisiones son realizadas libremente por la voluntad del hombre natural.

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¡Un corazón para Cristo! (parte II)

Lector, ¡medite en esto! Aquí tenemos a un apóstol, a un predicador del Evangelio, a un profesante de fuste; pero, bajo el manto de la profesión, yacía un “corazón habituado a la codicia” (2.ª Pedro 2:14), un corazón que tenía amplio espacio para “treinta piezas de plata”, pero ni un solo rincón para Jesús. ¡Qué caso! ¡Qué cuadro! ¡Qué advertencia! ¡Oh, los profesantes sin corazón cuánta necesidad tienen de mirar a Judas, de considerar su línea de conducta, su carácter, su fin! Predicó el Evangelio, pero nunca lo conoció, nunca lo creyó, nunca lo sintió. Pudo haber pintado los rayos del sol en cuadros, pero nunca sintió su influencia. Tenía abundancia de corazón para el dinero, pero no un corazón para Cristo. Como “el hijo de perdición”, “se ahorcó”, “para irse a su propio lugar” (Juan 17:12; Mateo 27:5; Hechos 1:25). Cristianos profesantes, guárdense del conocimiento intelectual, de la profesión de labios, de la piedad oficial, de la religión mecánica; guárdense de estas cosas y procuren tener un corazón para Cristo.

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La enseñanza de los doce apostoles

Tal es el título de un manuscrito griego recientemente descubierto que también es conocido más literalmente en su forma más extensa y pretensiosa como «La enseñanza del Señor a los gentiles por medio de los doce apóstoles». Magro e incorrecto, sirve para poner de manifiesto el melancólico y rápido desvío del segundo siglo respecto de la verdad revelada en el primero. El manuscrito data del siglo XI, y fue hallado hace unos años por Filoteo Bryennios, quien más tarde viniera a ser metropolita de Nicomedia, en la biblioteca del patriarca de Jerusalén en Constantinopla. Cualquier estudioso puede apreciar las fuertes analogías entre este documento y la Epístola del Pseudo-Bernabé así como del Pastor de Hermas, de las que generalmente se dice que pertenecen a principios y a mediados del siglo II. Algunos han argüido que son aún más antiguas, pero ni el descubridor más entusiasta defiende una época tan temprana ni semejante.

El único valor de todos estos documentos patrísticos es que constituyen una prueba uniforme e invariable de cuán gravemente la iglesia cayó en el judaísmo. La exagerada estimación de los últimos descubrimientos en nuestros días, formada por hombres de diversas escuelas, demuestra lo mismo hoy.

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¡Un corazón para Cristo! (parte I)


En este solemne capítulo tenemos revelados muchos corazones. El corazón de los principales sacerdotes, el de los ancianos, el de los escribas, el de Pedro y el de Judas. Pero hay particularmente un corazón distinto de todos los demás: el de la mujer que trajo el vaso de alabastro con el perfume de gran precio para ungir el cuerpo de Jesús. Esta mujer tenía un corazón para Cristo. Ella podía ser una gran pecadora, una pecadora muy ignorante; pero sus ojos habían sido abiertos para ver en Jesús una belleza que la llevó a juzgar que nada de lo que se gastara en él podría ser demasiado caro. En una palabra, ella tenía un corazón para Cristo.

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El perdón de los pecados

¡Qué bendición poder leer en la Palabra de Dios: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmo 32:1)! Sin duda, esto es una gran bendición; y fuera de ello no existe ninguna. Tener la plena seguridad de que todos mis pecados han sido perdonados es el único fundamento de la verdadera felicidad. Ser feliz sin tener esta seguridad, es como serlo al borde de un precipicio en el cual, de un momento a otro, puedo ser echado para siempre. Es absolutamente imposible que una persona pueda gozar de una verdadera y sólida felicidad mientras no tenga la divina seguridad de que toda su culpa ha sido borrada por la sangre vertida en la cruz.

Cualquier incertidumbre a este respecto será seguramente una fecunda causa de angustia moral para todos aquellos que han sido conducidos a sentir el peso del pecado. Si dudo entre si todos mis pecados han sido llevados por Jesús o si ellos están aún sobre mi conciencia, sólo puedo sentirme miserable.

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